Cuando me fui, ya todo estaba dicho. Los motivos de mi partida no convencieron a nadie pero de igual manera me marché. A esas alturas y después de tanto desmadre ¿Qué podía importarme la opinión de unos pinches interesados? Aunque desde el principio; lo confieso, yo también quise creer que la teníamos hecha; que bueno; todo tiene su consabida dosis de riesgo, pero ¡carajo!, el que no se arriesga pues nomás no cruza el río. Y vaya sí crucé el río, y el freeway y la playa, nomás por andar detrás del cabrón de mi jefe que no tenía papeles; quesque para él, gran personaje de la mafia, era más seguro cruzar de ilegal. Y ahí me tienen siguiéndolo a todas partes y pasando las de Caín, escondido entre los matorrales, bajo los puentes, o en los tubos de los drenajes; hasta el cogote de lodo, porque de que traías un migra detrás de ti, no te quedaba otra que zambullirte en el agua, por mas puerca que estuviera, y ya en lo mero hondo de la charca, podías decirles de todo sin que ellos se acercaran siquiera, por miedo a ensuciar el uniforme. El caso es que sí sufrí, no sólo anduve detrás de él como perro faldero, sino que me hizo pasar cada aventura que dios guarde la hora; como la de aquella noche, que llegó muy presuroso a mi departamento y sin avisar siquiera. Me di cuenta que estaba ahí cuando escuché que me gritaba:
¡ándale huevón¡ ¿que estás haciendo a estas horas metido en la cama como las gallinas?,¡ levántate!, te invito a dar una vuelta. Siempre tenía que levantarme tuve y dejar la calidez de mi lecho para acompañarlo a quien sabe dónde chingados.
¡ándale huevón¡ ¿que estás haciendo a estas horas metido en la cama como las gallinas?,¡ levántate!, te invito a dar una vuelta. Siempre tenía que levantarme tuve y dejar la calidez de mi lecho para acompañarlo a quien sabe dónde chingados.
A ese cabrón no se le podía negar nada, y no había argumento que valiera cuando traía algo metido en la cabeza, así que no tuve de otra más que acompañarlo. Llegamos a un motel de mala muerte, allá por el rumbo de National City y mientras que yo lo esperaba en el auto él tocó. Se asomó alguien a la puerta y entonces volteó hacia mí y me hizo una seña para que lo alcanzara. Por precaución dejé las llaves en el switch del automóvil y las puertas abiertas porque de tanto andar con ese cabrón ya había aprendido que más valía dejar todo dispuesto para una rápida huida y no andarse lamentando por falta de previsión.
Dentro del cuarto había tres personas además de Pancho, estaban sentadas y en actitud impaciente, mi patrón un se anduvo por las ramas, en el acercamiento que tuvieron les aclaró que él no comerciaba con cacahuates y además les sentenció que si querían hacer “bisne” de a deveras, tendrían que venirse forrados con un buen billete para comprarle un barco, o ya de perdis la carga de un camión. Con esto los dejó tan pendejos que metieron la cola entre las patas y se fueron a juntar los millones a lo más intrincado del New York; que era de dónde habían venido. Al patrón le dio tanta hambre la sermoneada que me pidió prestado veinte dólares y mandó al Malandrín por unas pizzas. Esa fue de las primeras veces que tuve que sacar dinero de mi bolsa para financiar sus “expediciones”, (como a él le gustaba decirles) después se le hizo costumbre y desde entonces, así necesitara comprar un clavo o un alfiler, era yo el tenía que apoquinar, ya que entre la bola de vaquetones no había ni uno solo que trajera un centavo partido por la mitad.
El malandrín, compañero de trabajo, era un hombre de corta estatura y obsesión por el buen vestir, contaba entre los más notables hechos de su carrera delictiva, el robo de válvulas, que realizó a lo largo de todo un sexenio en perjuicio de conocida paraestatal, infamia que durante ese tiempo le permitió llevar una vida de holgura y no pocos placeres, hasta que fue descubierto y tuvo que poner pies en polvorosa. El güero, otro más de mis colegas, hombre de ensortijada cabellera y prominente barriga, se vanagloriaba de ser el famoso personaje de un corrido, inmortalizado por la hazaña de haber cocinado a bazucazos a dos policías de su rancho. Mi patrón se llamaba Pancho, individuo carismático, que según su propio decir, tenía facultades sobrehumanas que le permitían escuchar mas allá de lo audible para el común de los mortales, olfatear el peligro gracias a un muy cacaraqueado sexto sentido, y sobrevivir con una notable facilidad en cualquier tipo de circunstancia por difícil que esta fuera. (Añadiría yo que sí efectivamente sobrevivía en circunstancias extraordinarias pero a costas de los demás según pude constatar personalmente). Aunque su equipo de confianza ya estaba bien conformado, nunca desdeñó a nadie como posible socio, y entre su camarilla de colaboradores reclutó individuos de los más variados rubros y oficios; desde el agente de bienes raíces y en cuyas casas vivía con la explícita promesa de comprarla, hasta los muebleros que se esmeraban en decorar y redecorar el citado inmueble para que nuestro jefe pudiera vivir a sus anchas y como en él era costumbre. Complementaban la corte y séquito de mi patrón restauranteros, dueños de lotes de autos, fontaneros, que en ese orden suministraban comida, algún auto prestado (para realizar maniobras y misiones) y reparaciones de todo tipo. De entre sus "colaboradores", los banqueros, con quienes discutía por horas condiciones preferenciales para sus inversiones, o posibles traslados de sus millones de dólares directamente desde las islas Caimán, eran sus "clientes" más distinguidos. A ellos les pedía una "corta" para los "guairos" y los papeleos que, este tipo de maniobras, suelen requerir.
Mi excelso jefe, Pancho, tenía una gran debilidad por el bello sexo y no había dama, que obnubilada por el sueño de riqueza y poder, no se le entregara; aunque después de un tiempo, corto generalmente, abandonaban la plaza, cuando veían que sus sueños no tenían para cuando y que mejor era reincorporarse a sus respectivas actividades, so pena de añadir a la más espantosa crisis moral la penuria económica. Mi patrón era asimismo, un hábil maquillador de la realidad, y ahí donde todos veíamos un grupo de turistas disfrutando de un recreativo paseo, el veía a los “calzonudos” (como él solía llamarlos), Hindúes o pakistaníes, con quienes según él estaba realizando importante negocio. Y ahí donde todos veíamos un auto de policía haciendo una ronda de rutina, el veía el más inminente de los peligros, logrando que en no pocas ocasiones, se volvieran realidad sus delirios de persecución; porque en medio de su nerviosismo, se ponía enfrente de ellos contraviniendo de la manera más tonta las elementales normas de manejo; resultando de ello, en más de una ocasión, tremebundas corretizas, en las que siempre era yo quien terminaba asumiendo todas las consecuencias legales y económicas. Así que, poco a poco me fui cansando de los múltiples abusos de los que me hacía víctima; como cuando en otra ocasión, me hizo pasear con un bulto de cemento a altas horas de la noche por una ciudad infestada de policías; y yo muerto de nervios creyendo que lo que traía en la cajuela del automóvil era la muestra de la mercancía con la que pensaba transar. Y así, una y otra vez, me hacía pagar caro mi noviciado y el tránsito a la vida de ocio y ostentación, En otra vez, que me iba a presentar con sus jefes, me hizo comprar un viaje redondo en clase ejecutivo a Sudamérica y gastarme un dineral en trajes, para dizque, estar a la altura, y poder alternar sin inhibiciones con la gente clave de Colombia. Debo decir que nunca fui a Colombia, que nunca conocí a sus jefes, pero desde entonces y gracias a él me hice de una cierta reputación de persona elegante. Estos fueron solo unos cuantos episodios de los múltiples que plagaron mi vida mientras que fui su empleado, de ellos acaso sean los menos deshonrosos y los más dignos de ser tomados en cuenta.
Durante el tiempo que anduve tras sus pasos, compró hoteles, restaurants, condominios, autos, departamentos en la playa, y toda suerte de bienes muebles e inmuebles, cuyos dueños aceptaran en vez de dinero constante y sonante, promesas de pago. Para ello se sentaba a negociar un precio, (como si deveras), llegaba a algún acuerdo, vivía o utilizada el bien por algún tiempo mientras le daba largas al cierre de la operación, y cuando ya la situación se volvía insostenible, simplemente se mudaba a otra de las múltiples casas que estaba negociando, o devolvía el automóvil o bien en cuestión, poniendo de disculpa el pretexto más baladí, sin llegar nunca a cerrar trato alguno y pagar como tradicionalmente sucede en cualquier operación de compraventa que se precie de serlo. (Cosa que, juro, nunca ocurrió en el tiempo que anduve con él). Así vivió, comió, vistió, y hasta internó en un hospital a su poco agraciada esposa, para que le arreglaran la nariz, atrofiada por tremendo izquierdazo que Pancho le propinó ante el reclamo (improcedente a todas luces) de las atenciones que, en opinión de su mujer, eran injustamente distraídas de la sacrosanta institución conyugal. De dicho hospital no solo sacó la corrección de la imperfecta nariz de su esposa, y atenciones y cuidados para sus dos niños histéricos, sino que vivió, mientras se pudo, un tórrido romance con una de las enfermeras que a su vez tenía sus "queveres," con el mero jefe de médicos, que tan de buena gana y ante la esperanza de ser financiado con un complejo hospitalario de alta envergadura, se hacia de la vista gorda y hasta lo solapaba con la ilusión de conseguir que más fácilmente se volvieran realidad todas las promesas que Pancho le había empeñado. Pero al igual que en otras muchas ocasiones, la falta de claridad y de hechos fehacientes, comenzó a desgastar la credibilidad del doctor, hasta que un día explotó y decidió terminar con la zozobra y con la sangría económica a que estaba siendo sometido: librándose de una vez y para siempre, tanto de mi patrón como de su casquivana enfermera.
Ahora ya después de tanto tiempo, digo para mis adentros, que aquella fue una sabia decisión, y que yo debí haber hecho lo mismo, y al igual que los grandes campeones tener una retirada honrosa y muy a tiempo. Pero no fue así continúe a su lado no importando que veía, que sabía o que me dolía, porque siempre me he jactado de ser un hombre de lealtades, y porque de todo lo que puse en juego, esperaba verle el final, y aunque la razón me aconsejaba que nada de lo que vendría podía ser bueno, abrigaba una pequeña esperanza, ya no digamos de convertirme en el magnate que siempre soñé, sino de al menos recuperar una parte de mi muy disminuida hacienda. Fueron varios los acontecimientos que una y otra vez posponían mi partida, y encendían de nueva cuenta mis sueños de riqueza , como aquella vez que el “güero” entró a la habitación donde estábamos descansando, diciendo, que por fin había visto una maleta repleta de dólares, que traía Pancho para pagar los honorarios del equipo que estaba en coordinación con nosotros; porque han de saber, que una de las tantas veces que subrepticiamente intenté esclarecer la verdad y sincerarme con el patrón para que nos dijera la neta, él muy seriamente me confesó que toda la gente que estábamos cerca de él y que en apariencia formábamos el "núcleo" de su gente de confianza, sólo éramos una especie de grupo de trabajo "fusible", cuya misión consistía en atraer la atención y permitir que el verdadero equipo realizara sus funciones de manera más desahogada. Fue entonces que me dijo que él estaba en lo dicho, que consideraba los riesgos que afrontábamos, y que de igual manera seríamos “generosamente” recompensados. Muchas de las cosas que estuvimos haciendo durante los últimos meses, absurdas las más de ellas, encontraron un poco de sentido ante tales razones, aunque no me devolvieron la tranquilidad del todo; como aquella noche que me mandó a recoger un paquete a la estación del trolebús, lugar en que estuve parado como tres horas, y ni señas de quien debía estarme esperando, y yo ahí todo nervioso, sin saber que hacer ni que decir, en frente del guardia de la estación; hasta que decidí meterme al baño que apestaba horrores, nomás para no estar calentando el lugar, y ya después como de siete horas, sin comer y sin dormir, que le llamo al patrón y que me dice que lo disculpara pero que se le había olvidado a donde me había mandado y que ya que andaba por aquellos rumbos que aprovechara para llevarle unas pizzas porque tenía mucha hambre.¡ Eso es lo único que me consta!, siempre la traía atrasada y siempre tenia una justificación del porqué de sus estrategias por más absurdas que estas fueran, y cuando no estaba probando tu lealtad, te probaba para ver que tan de huevos eras, o como actuabas bajo presión. Sólo que casi siempre las presiones eran para mi bolsillo, y en esas circunstancias, siempre quedaba fascinado con mi desempeño. Recuerdo como si fuera ayer, aquella vez que pasamos enfrente de una patrulla, y sin decir agua va, que les para el dedo y que se voltea muy complacido y me dice: ¡ora si agárrate! porque vamos a ver que tal manejas, ¡claro! para el era muy fácil, tanto como que yo era el que siempre pagaba y terminaba viendo hasta lo último y afrontando las consecuencias de sus pendejadas; así que esa vez que le meto la chancla al carro, su “mechito", como cariñosamente le decía, y que no nos ven ni siquiera el polvo. Pero él, de todas formas, para asegurarse, que me dice: ¡párate en la esquina que ahí me bajo!, y ¡pícale para que no te agarren! Y ya sabes te espero en el restaurante. Así lo hice, pero contraviniendo el espíritu previsor que caracterizaba a mi patrón, dejó sobre el asiento del automóvil un pequeño portafolio del que nunca se separaba. Cuando me di cuenta ya lo tenía en mi poder.
En aquellos días andaba todo nervioso, llegaba a casa y antes de entrar, le daba dos o tres vueltas para ver si no había algo fuera de lugar. Todas mis conversaciones telefónicas aludiendo al “asunto”, las hacíamos en clave, de tal manera que al final terminábamos hechos bolas y sin entendernos ni madres. Por más que tratábamos de darnos ánimos unos a otros de que podríamos eventualmente obtener algún beneficio, las evidencias eran desalentadoras, y el equipo de repente se deprimía por lo fatigoso de estar parado vigilando la casa, o haciendo viajes interminables de hotel en hotel a las entrevistas en que Pancho concertaba negocios y de las que personalmente ninguno de nosotros pudo dar fe. Era pues cosa de todos los días debatirnos en el tedio permanente de acompañarlo al supermercado, a jugar béisbol o cuidarle los niños.
En los primeros tiempos mi economía marchaba sobre ruedas y tenía algún dinero ahorrado, pero la manera en que era inmisericordemente despilfarrado, en la compra de muebles (de segunda debo aclarar y agradezco esa contemplación que pancho tuvo para conmigo) pagos de renta, de servicio telefónico ( pues han de saber que mi patrón tenía una gran necesidad de mantenerse en contacto con los máximos jerarcas de la “cosa nostra” sin importar en que parte del mundo estuvieran) e infinidad de minucias más como ésas, la redujo a una insignificante cantidad que no servía para maldita la cosa, Así que durante los últimos días que estuve con ellos, la estrategia implementada era llegar sin blanca de tal forma que aunque quisiera no pudiera cooperar con un centavo más . Debo decir que en esos momentos aciagos en los que no se definía totalmente el gran negocio en el que estábamos "trabajando", compartimos con profunda vocación solidaria pan y cebolla; y yo un poco descreído por todo lo que no había visto y por todo lo que sí había pagado, únicamente esperaba el momento de la verdad por amarga que ésta fuera. Ya no era tiempo para recriminaciones y si había puesto a la ruleta lo menos que podía hacer era esperar a que se detuviera.
Pancho tenía un cariño muy especial por su Mercedes Benz, su cadena de oro con la figura de un águila y por su esclava recamada de brillantes. Aún recuerdo cuando en cierta ocasión tenia que cruzar la frontera por el cerro, y para no ser víctima de los innumerables “bajapollos” que asaltan a los indocumentados, me dio a guardar sus preciados objetos con miles de recomendaciones, y no se porqué, pero me dio la impresión de que tenía miedo de no volver a verme. Pero como repito, siempre he sido un hombre de lealtades, desaproveché esa gran oportunidad para ponerme a mano. Era tal su devoción por el "Meche" que buscó un mecánico ex-profeso para hacerlo su socio y de paso, granjearle los cuidados tan especializados que requería esa maravilla de tecnología automotriz. El famoso Meche no se le caía de la boca y le prodigaba más atenciones y cuidados que a nosotros y a su familia entera.
Los últimos días que pasé con el equipo, fueron tristes en realidad. No obstante de haber llevado nuestra misión a feliz término, (a decir de Pancho) el dinero escaseada y no teníamos la mismas atenciones. Como yo tenía rato jugando la estrategia del "sin dinero," no se veía por donde realizaran las tres comidas. Fue en una de las muchas tardes en las que nada teníamos que hacer, que Pancho nos empezó a llamar uno por uno hacia la terraza que se habría hacia la parte norte de la ciudad, y una vez que me tocó turno, me puso la mano sobre el hombro, me miró fijamente a los ojos y me dijo: ¡ya estuvo!, ¡te felicito por lo bien plantado que los tienes!, te corresponden cuatrocientos mil de los grandes, y si quieres, puedes tomar parte del sobrante de la transacción para que la realices por tu cuenta. Yo que nunca he pecado de ambicioso le dije que con el dinero estaba bien, que con lo demás el sabría lo que hacía; me dio la mano y me abrazó. Ya cuando salía me dijo: - Ven mañana porque te voy a entregar.
Cuando él se refería a entregar yo quería entender que me iba a pagar, lo digo y no por hacer luz en cuanto a los conceptos que se han acuñado en el oficio, sino porque se convirtió en la palabra clave que dio rumbo a los siguientes acontecimientos. La entrega nunca se llevó a cabo, ¡no me pagó! ¡punto!, y me trajo toda una semana cargando en mi automóvil tres maletas vacías; ya para entonces un servidor estaba previendo otra forma de cobrarme, así que las últimas veces que lo vi ya me daba lo mismo. Por eso cuando les dije aquello de que el dinero no me importaba y que lo que verdaderamente importante era la vida y la tranquilidad de conciencia, la amistad, etc., etc., no me lo creyeron, pero de todas formas me fui. Y es que, aquella vez en que Pancho se bajó del automóvil en marcha abandonándome a mi suerte, me di cuenta de que en el portafolio que dejó olvidado en el "Meche," estaba el título de propiedad del automóvil, entonces supe que no la había visto de gratis. Lo tomé y después de un tiempo prudente, lo registré a mi nombre y lo reporté como robado. Sólo esperé a que la policía me lo entregara de sus manos.
Yo por mi parte siempre he sabido que el mantenerte dentro de una línea y apegado a los principios de lealtad y honestidad que han regido, y seguirán rigiendo mi vida, siempre paga.
Después de todo ese tiempo en que mi economía sufrió tantos quebrantos, me doy cuenta que la providencia quiso gratificarme, restituyéndome en mis penurias con un auto de lujo, que me hizo pronto olvidar todos y cada uno de los sinsabores que el destino y Pancho me hicieron padecer. Ahora, ya después de tanto tiempo y de haberle perdido las huellas a mi patrón, suelo encontrarme ocasionalmente al güero y al malandrín, y ambos me dicen que cuando de vez en vez cuando por casualidad lo topan, él todavía se acuerda mucho de mí y de aquella famosa entrega. Lo que no me queda muy claro, es si Pancho se refiere a la entrega que debió hacerme de mis honorarios o, a la entrega que yo mismo me hice de su automóvil, o a la entrega que hice de él a la policía, cuando le dieron diez meses de cárcel por conducir un vehículo que había sido reportado robado. Lo único que me apena es que haya pasado todo ese tiempo de encierro, nomás por no haber resistido la tentación de manejar su querido "Meche" sin papeles.
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